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Alejandría: el embrujo del pasado II

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La Bahía de Abu Quir

Esta es la segunda parte del artículo, si no leíste la primera parte puedes encontrarla aquí.

El Centro Real, o sea, el corazón del mogollón, está unos metros más allá, en Ramla, la estación central de tranvías. No hay mejor forma de moverse, y por tanto de conocer la ciudad, que en un tranvía por una red que recorre casi en su totalidad los veinte kilómetros que hay desde la bahía Abu Quir, en el naciente, hasta Dejelah, al poniente del Puerto Nuevo, sobre raíles ferroviarios tendidos por los británicos en 1863 para acarrear mercancías hasta los puertos.

Por una cantidad módica, el espectáculo se abre a los ojos del viajero durante cerca de hora y media (si se va de un extremo a otro) atravesando escenas de puestos callejeros escondidos entre edificios viejos y nuevos, salvando atascos producidos por automóviles que se mueven con dificultad en todas las direcciones en medio de un ordenado, regulado y superlativo caos en el que toman parte también los peatones, y respirando esa mezcla amigable de casi todas las culturas mediterráneas, la griega, la romana, la árabe, la otomana, incluso las coloniales de imperios como el de Napoleón o el de Su Graciosa Majestad británica que retuvo esta tierra hasta bien entrado el siglo XX.

Hoy Alejandría está viva, aunque sea una ciudad diferente a la de nuestros libros y sueños. En el extremo del Puerto Este se levanta el fuerte Qait Bey, al parecer en el mismo lugar donde se asentaba el gran faro que iluminaba la noche hasta más allá de cuarenta y cinco kilómetros y que resultó destruido por un terremoto y las olas del mar embravecido causadas por el movimiento sísmico.

Este fuerte es el comienzo (o el final) de una larguísima sucesión de playas, flanqueada por un hermoso paseo marítimo que recuerda algo el espectacular Malecón de La Habana. En los meses de estío, durante el día y bien entrada la noche, La Corniche se convierte en muestra de la vitalidad ciudadana; Basta con pararse junto al muro que divide la calle y la arena para obtener conversación con un pescador, un ama de casa, una familia con niños incluidos, un comerciante egipcio o un joven alejandrino.

Aunque la ciudad es larga y estrecha, obligada por su situación entre el mar, el lago de Mariut (o Mareotis) y el vergel del delta del Nilo, es preciso callejear hacia su interior para toparse de lleno con la vida cotidiana.

Por ejemplo, en el barrio El Attarien, donde se suceden las tiendas y comercios variopintos; en el, ya mencionado mercado de mujeres de Karmose, y en el que bulle al atardecer tras el monumento al Soldado Desconocido, en la plaza Orabi; en cualquier café de los alrededores de la Estación Central sentado a una mesa de las de antes sin mirar el reloj, mientras se toma un té o se fuma un narghile dejándose lustrar el calzado por manos expertas que casi rozan la perfección.

Revisa también la primera parte del artículo y descubre el misticismo de Alejandría.

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